Relatos Ganadores concurso adulto mayor 7
Conocé los relatos más destacados que se distinguieron durante la realización de los Relatos en Amarillo y Negro.
A PRÉSTAMO
Lo raro comenzó un tiempo después de aquel primer adiós. Fue en un partido de verano, de esos pactados por una copa con nombre comercial. Un delantero rival quedó mano a mano con el arquero nuestro, le tiró un globito por encima y todos aguantamos la respiración previendo lo peor. Pero no pasó. La bola, en lugar de picar y entrar mansita por el medio del arco, se desvió notoriamente hacia la izquierda en el primer pique; en el segundo, el giro imprevisto se acentuó y comenzó a rodar yéndose lejos. Respiramos asombrados y la seguimos con los ojos mientras el back nuestro la acompañaba hasta que salió de la cancha a dos metros del palo. ¡Ni que hubiéramos soplado todos juntos! fue el comentario de la tribuna aliviada.
Ese partido, que de amistoso no tuvo nada, lo ganamos uno a cero dando lástima. Después empezaron los oficiales y fue haciéndose rutina lo inesperado.
No digo que el arco nuestro quedara invicto. No. Ganábamos por la mínima diferencia u holgadamente, pero de vez en cuando nos llevábamos uno o dos. Pero los goles en contra nunca nos complicaban como para hacer peligrar el partido, eran a lo sumo un empate transitorio en uno de esos trámites fáciles que terminábamos ganando sobrados 4 a 2 o 5 a 1. Y en los entreveros bravos aparecía esa cuestión difícil de definir, que nos envolvía como una sensación de invulnerabilidad y que amargaba a los contrarios por lo reiterado de la circunstancia azarosa.
Ellos hablaban de gualichos, de estar abichados, de malas artes, ¿cómo explicar desde el otro lado aquellas salvadas providenciales? Fuimos testigos de notorios desvíos de tiros al arco sin que soplara el viento, de las caídas al suelo de centros a medida de los lungos contrarios que esperaban babeándose en nuestra área para mandarla a guardar, de las elevaciones súbitas de la pelota que dejaban al nueve de los otros cabeceando el aire y de pelotazos bien dirigidos que pasaban por encima del travesaño sin que los despejaran. Si el infalible rompe redes rival apuntaba a un rincón al que el arquero nuestro no podía llegar, así como estaba desparramado después de dar rebote, la bola salía disparada recta y sin que nadie la tocara cambiaba la trayectoria y se iba afuera. O cuando el zurdo mañoso de ellos tiraba cruzado buscando el gol y la globa daba un pique de más que la hacía pasar a un costado del palo. O las veces que el volante de los otros arrancaba recto por el medio, la llevaba atada, dejaba el tendal y sin explicación se le iba larga y salía por el fondo con pelota y todo.
Los contrarios tuvieron varios delanteros amonestados por tirarse escandalosamente cuando solitos perdieron la pelota mientras los más cercanos de los nuestros los corrían lejos de atrás y sin entrar en la foto.
Así pasó el campeonato con todos los partidos ganados hasta terminar en una vuelta olímpica festejada ruidosamente, por el invicto, por la valla menos vencida y por cortar la seguidilla de los otros.
Lo que me dejó marcado esa tarde fue el silencio prolongado de la tribuna cuando los muchachos levantaron la copa y la pasaron de mano en mano hasta llegar al lugar vacío donde el capitán había dejado sobre el pasto el buzo negro de golero del Chiquito, gran ausente en esa cita con la gloria. El escudo amarillo y negro a la altura del pecho, del lado izquierdo, era el único adorno. No necesitábamos ver el 1 en la espalda: era su número, aquel con el que comenzaba la alineación del equipo de nuestros recuerdos más queridos, de nuestro amor irrenunciable, de nuestro orgullo inquebrantable: con el 1 Ladislao.
Todos nos pusimos de pie y no se escuchó un susurro, no sabemos si por un minuto o más nadie cronometró el tiempo. Hasta las radios acompañaron el íntimo silencio de cada espectador. Los más viejos se sacaron las gorras y muchos lagrimeamos. También callaron los que no paran nunca de gritar aunque no miren el partido. Seguro que no lo vieron jugar por una cuestión de edad, pero esa historia es suya también. Viene con los colores y se queda con uno para siempre. No hubo gritos, ni silbidos, apenas alguna murmurada plegaria en el impactante silencio de una multitud.
De pronto, desde la parte alta empezó a bajar el tributo: ese aplauso de tribuna, lento, pesado y sentido, hasta que el estadio entero fue un golpear de palmas despidiéndolo agradecido. Sería eternamente nuestro, aunque ahora cedido a préstamo, sabíamos que lo teníamos que dejar ir, que esa temporada la habíamos llevado de arriba. Sería un robo entrar a jugar siempre con 12 y nada menos que con él en el arco.
Churrinche
(Leandro Diego Scasso Burg