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Relatos Ganadores concurso adulto mayor 4

Conocé los relatos más destacados que se distinguieron durante la realización de los Relatos en Amarillo y Negro.

DIARIO DE UNA ESTATUA ECUESTRE

31 de octubre de 1987

Ese sábado había esta'o todo bastante tranquilo. Hasta de más. Una calma chicha que comenzó después del mediodía se trasladó a las calles. Ni un alma por 18 de Julio, ni por Constituyente, ni en lo que alcanzaba a divisar de la explanada municipal.

Entré en un letargo más profundo que el acostumbra'o y fui cayendo en el familiar sopor de una siesta; diestro en dormir manteniendo el equilibrio monta'o en el pingo, con los ojos duros y entrecerrados.

No sé cuánto duró la pestañeada, pero de golpe un grito me despertó. Qué digo un grito; un coro de gritos, de alaridos. Un goooool interminable y repetido, seguido de voces que aullaban: "¡Peñarol nomá! ¡Peñarol carajo!"
Bocinazos, petardos, bombas brasileras, y hasta cañitas voladoras hubo. Y ahí también de sopetón un gentío infinito invadió las calles como una arremetida baguala con banderas y camisetas amarillas y negras.

Y yo ahí arriba, lanza en mano, tieso: un gaucho'e fierro mirando siempre pa'l mismo la'o, subido a un caballo frío que no me facilitaba el movimiento. ¡Cómo me hubiera gusta'o ser persona, ser gente en ese momento, mezclarme en aquel malón y festejar enloquecido! Entuavía no sabía el motivo del griterío, pero era contagioso. Hombres y mujeres, niños, hasta perros había. A pie y en autos, hasta una caravana se había forma'o.

¡Qué envidia me daba toda esa gente moviéndose a su antojo! ¡Si hasta bailaban y se abrazaban! ¡Tanto le pedí al Tata Dios que me dejara bajar! ¡Tanto le rogué! Pero no. Dios no tiene tiempo ni pa' escuchar a los pobres, a los enfermos de carne y "güeso"... qué me va a escuchar a mí que ni persona soy, y de lata.

Estaba ensimisma'o en esos pensamientos y de repente lo vi. De entre la muchedumbre alguien se venía haciendo lugar sin pedir permiso. Una determinación, una idea fija parecían guiarlo como ignorando el gentío. Engualicha'o parecía. ¡Fanático el hombre!

Era muy joven; un gurí que no tendría ni veinte años, se me venía con una bandera. Tenía un par de laderos que lo ayudaron en la proeza. Uno le hizo piecito mientras una muchacha le sostenía la espalda. Cuando quise acordar trepó la verja, y el pedestal. Como un gato montés se me subió al caballo y enseguida siguió por mi espalda hasta montarse en mis hombros.

Sin importarle lo que hubiese sido una caída mortal ató la bandera en lo más alto de mi lanza con un cordón que traía en los dientes y la dejó flameando al viento que siempre soplaba en esa esquina abierta. La bandera tenía cinco franjas negras y cuatro amarillas, como si fuera la uruguaya, pero en lugar del Sol, once estrellas negras sobre fondo amarillo. ¡Una preciosidá'!

Antes de bajar escribió algo en el frente del pedestal. Desde mi lugar se me dificultaba leerlo, lo tuve que leer al revés, pero al final, aunque la letra era temblorosa, lo interpreté; decía: "Diego Aguirre, la Fiera".
Por un momento me molestó, más lo del letrero que lo de la bandera. Después de todo hacía tiempo que mi lanza no lucía una divisa. Pero después me di cuenta de que tener un nombre y no ser un gaucho a secas podía tener sus beneficios. Es que lo que había sido una especie de marea que pasaba casi sin mirarme se volvió una peregrinación.

Todos tenían que ver con la bandera 'e Peñarol y el tal Aguirre. Y ahí sentí como que se me estaba cumpliendo el deseo. Yo ya no era "El Gaucho", era casi persona, hombre; y hasta nombre tenía. Diego, Diego Aguirre, la Fiera, pa' lo que gusten mandar.

El pecho se me empezó a hinchar, que hasta parecía que los botones de la casaca se me iban a saltar. Y un tamborileo como al galope se me trepó desde el la'o izquierdo del pecho, siguió por el cogote y terminó en la cabeza que retumbaba como un bombo legüero. Si hasta el matungo parecía a punto de caerse y desbocarse entre la multitud alborotada.

En ese momento, de tan seca que tenía la boca, hubiese tomado un trago de cualquier bebida. Cerveza, vino, aguardiente...hasta agua hubiese ace'tado.

Pero claro, a quien se le iba a ocurrir convidar a una estatua, por más ilustre que fuera, o por más mama'o que estuviera el convidante.

Y así se pasó la noche y cuando quise acordar el solcito me empezó a calentar la espalda. Los restos de la juerga estaban a la vista: papeles, botellas, algún borracho durmiendo la mona. Y allá arriba, en aquella mañana de domingo, flameando al viento, curtida y enhiesta la bandera de Peñarol, renaciendo como en cada primavera.

Ahí fue que apareció una camioneta de la Policía y cuando quise acordar habían arrimado una escalera a la cerca y la habían apoya'o en el pedestal. Mientras dos funcionarios la sostenían, un policía gordo y retacón vino con un cuchillo y cortó los cordones de un saque, como con rabia y dejó caer la bandera casi con desprecio. -Debe ser de Nacional- comentó un borracho alzando una botella de cerveza ya sin etiqueta.

Yo me resistí con lo que me quedaba de hombría y le grité: "¿qué hacés ortiba? ¡dejá vivir, hijo'e perra!" Pero no hubo caso. Y ahí mismo volví a quedar sin bandera, sin nombre, duro y vacío.

Antes había escucha'o la frase: "Peñarol es un sentimiento" y casi no podía entenderlo, era una frase hueca, como yo mismo, o mi caballo. Pero esa noche comprendí lo que quería decir, y créanme, ese momento eterno como el sol, no me lo olvido más.

¡Fue lo más cercano a una emoción que puede sentir una estatua ecuestre!

Adokin
(Gustavo Jorge Vázquez Silva)

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