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Relatos Ganadores concurso adulto mayor 2

Conocé los relatos más destacados que se distinguieron durante la realización de los Relatos en Amarillo y Negro.

DOÑA FRANCA

Puerto Sajonia hierve. El sudor y el vapor de las respiraciones cada vez más pesadas empapan la camiseta y nublan la vista de los jugadores. El partido está terminando y, seguramente, habrá que jugar otro para coronar al primer campeón de la Copa de Campeones de América.

A minutos del final hay un córner para Peñarol y Cubilla le susurra algo a Borges, que camina tranquilo hacia el banderín. El puntero juega un momento con la pelota, como tomándole el peso antes de levantar el centro. Busca con la vista a Cubilla en el área y asiente con la cabeza. Arévalo le grita a Echagüe que no descuide al 7. Borges da tres pasos cortos y levanta el centro. Echagüe se come el amague de Luis y lo deja solo en el primer palo. La comba perfecta corta el aire espeso. Cubilla espera, plantado, con los ojos bien abiertos.

Ciento setenta años antes, en una casa con jardín de Las Piedras, doña Franca también espera, acostada en su cama. Sigue con la mirada una fila de hormigas que sube por la pared y que le recuerda a otra fila de su juventud. Todas cargan algo: una hoja, un granito, una rama diminuta. La anciana piensa que, vistas en conjunto, parecen un solo animal o una extraña máquina formada por varias partes articuladas. Cada una sigue a su antecesora y marca el camino de la que viene atrás.

En Pacaembú, hace apenas cinco minutos que empezó la final de la segunda "Campeones de América". Spencer disputa y baja la pelota dentro del área grande de Palmeiras y, con la tranquilidad de quien juega una pichanga con amigos en Ancón, se la toca cortita a Sasía que entra como un Leyland sin frenos. El Pepe la recibe en el punto penal. La anciana respira con dificultad; sabe que se acerca el final, pero está tranquila. A pesar de los años, conserva su espíritu dumbriés, endurecido entre pinos y robles enanos en la lejana Finisterre, que el tiempo no ha podido destemplar. Mira la habitación ya en penumbras y piensa en su vida.

Recuerda cuando conoció a Juan (el nombre español que ella le eligió e hizo que, en respuesta, él comenzara a llamarla Franca), el casamiento en La Coruña y el frío como navaja de la mañana que se embarcaron rumbo al lejano Sur cargando más sueños que abrigos.

Pablo Forlán es una topadora por la derecha, igual que los demás jugadores de Peñarol que van y van, como una locomotora sin control contra el arco de Carrizo. Ya no hay sobradas, ni paradas de pecho, ni pisaditas, ni firuletes de los argentinos, que se miran, incrédulos, temiendo una catástrofe histórica. Media hora antes ganaban dos a cero y dominaban. Peñarol parecía muerto y enterrado y ellos ya besaban la Copa Libertadores.

Ahora, con cien minutos jugados, estaban dos a dos y los manyas se los llevaban puestos. El Boniato levanta la vista y ve a Spencer abierto sobre la izquierda, rodeado de camisetas de River. Cuando la pelota alcanza el punto más alto el 9 empieza a elevarse y deja a los argentinos clavados en el piso del Nacional de Santiago, como yuyos. Carrizo alcanza a ver el brillo en los ojos del centrodelantero que levita, casi inmaterial de tan leve. Spencer se arquea en el aire como una rama de sauce y fija el segundo palo en su cabeza mágica. Doña Franca revive ahora el largo viaje por mar.

Con Juan, repasaban cada día los planes para cuando desembarcaran. Poco después de zarpar casi naufragaron frente a las Canarias y, algunas semanas más tarde, a mitad del Atlántico. Pero lo peor fue casi llegando a destino, con la costa a la vista. El temporal se desató de la nada. El agua que caía, mezclada con la de las olas, barría la cubierta con una furia que ella nunca había visto.

El segundo día, el viento partió el trinquete como si fuera un mondadientes. Las velas despedazadas golpeaban el casco con cada nuevo empuje del aguacero. El barco, muy escorado a estribor, no tenía esperanzas.

Morena pasa junto a Aragão, el árbitro de la final de 1982, y le habla. El juez mira su cronómetro y decide que jugarán un par de minutos más, sin descuentos. El Nando está en el círculo central cuando Bossio toca la pelota por sobre un chileno a Saralegui. Por las dudas, el goleador, empieza a moverse al ataque. Saralegui pone a correr a Venancio por la derecha. Morena ya olfatea algo y arranca, ahora sí, a toda velocidad con la mira puesta en el mismo arco en el que Spencer se elevaba como si fuera de aire. El cambio de frente del Chicharra dibuja una parábola tan perfecta como la de Borges en Asunción. Morena hace un control orientado a la izquierda y elimina, con ese solo movimiento, a los dos defensores que lo siguen. La pelota se abre un poco y el arquero Wirth sale rápidamente a achicar. Ningún otro hubiera tenido tiempo ni espacio para definir. Al Nando le sobraban las dos cosas en situaciones como esa y ya sabe qué hacer.

Al cuarto día, recuerda la anciana, cuando todo parecía perdido y de nuevo sin aviso, el sol apartó los nubarrones negros y dejó ver el cielo de un celeste casi irreal. El mar era una sábana tendida, sin una arruga, desde el maltrecho casco del navío hasta el horizonte. Contra todos los pronósticos, estaban vivos. Mientras los hombres limpiaban la cubierta de escombros y desagotaban las bóvedas inundadas, ella volvió a pensar en el futuro que los esperaba. Su esposo había planeado ese viaje antes de conocerla, incluso antes de llegar a España desde su tierra natal. Pero juntos habían dado la forma final al sueño. Juan también se había criado entre montañas y pinos y, como ella, había forjado su carácter a imagen y semejanza de la dura geografía de su niñez. Finalmente, tras meses de altamar, anclaron en el puerto de Montevideo.

La pelota surca nuevamente el cielo del Nacional de Santiago, aunque sin describir elegantes parábolas. Tampoco hay toques sutiles como si jugaran en las calles de Ecuador. Esta vez la bola va y viene sin control, como en un Flipper en cortocircuito. Un par de minutos antes, el tiro de Vidal pasó cerca y Viera no llegó. Todo es alegría en el América por lo que parece será, finalmente, su primera Libertadores. Entran los suplentes para forzar el final. Quedan segundos cuando la pelota cae en el pie del Bomba quien, ahora sí, la acaricia para Aguirre que pasa como un toro enfurecido.

El goleador toca por un costado de un colombiano y corre por el otro. Entra al área sobre la izquierda y mira el mismo arco que miró Morena. Falcioni, como antes Carrizo, ve el brillo en la mirada de la Fiera y sale a cerrar mientras Diego, convencido por Spencer que recién venía bajando del cielo en ese mismo lugar, se decide también por el segundo palo.

Doña Franca abre y cierra los ojos una última vez para despedirse de la casa que ha habitado los últimos años.
De pronto, ya no está en su cama sino caminando junto a Juan hacia la aduana del puerto, como en una larga fila de hormigas, cada una con su carga. Él se ha quedado unos metros atrás reacomodando el equipaje. Ella se adelanta, entrega los documentos e informa al funcionario de la Corona Española. Entonces, siguiendo y a la vez marcando el camino, como vagones de un tren infinito, los designados de la gloria cumplen con su parte.

Y así, firme como un pino de Finisterre, Cubilla aguanta la carga desesperada de los defensas paraguayos y empata el partido con un cabezazo seco. Y el Pepe embiste con la potencia de un rebeco alpino y se llena el empeine derecho para romper la red en Pacaembú. Y con la fuerza de las ventiscas de las cumbres nevadas de Piamonte, Spencer saca el frentazo que se clava en el segundo palo de Carrizo. Y ya en colores, el Nando, aprovechando que tiene tiempo, con toda la tranquilidad de un domingo en Dumbría, se acuesta un ratito en el aire y besa la pelota con la zurda para que duerma, mansita, en el fondo del arco.

Y cinco años después, Aguirre es la punta de una avalancha que arrasa las laderas del Monte Tre Denti y sepulta la altanería de Falcioni, que cae fusilado de un zurdazo al segundo palo. El gesto de la anciana le ilumina la cara mientras piensa que, finalmente, todo valió la pena.

Un momento después, el recuerdo más amado la viene a buscar por última vez para apagarse lentamente con ella.

- Me llamo Francisca Recamán Pérez. - ¿Y su esposo? - pregunta el oficial luego de escribir. - Giovanni Battista Crosa Peñarol - responde la joven sonriendo, mirando la ciudad tantas veces imaginada que resplandece al sol del nuevo mundo.

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(Ignacio Gustavo Alzugaray Rosales)

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